"La creatividad es la inteligencia divirtiéndose" (A. Einstein)

domingo, 30 de noviembre de 2014

ANTES SENCILLA QUE MUERTA


           Uuuuuuum, el sol…que agradable sensación provoca esta estrella que nos observa desde lo alto. Después de muchos días de lluvia, el sol es el mejor regalo que nos puede dar el cielo, un cielo que se despeja para evitarnos cualquier distracción de la verdadera atracción: el astro rey. En estos días alegres, me encanta ir a un parque cercano a casa, sentarme en el césped y sentir como cada poro de mi cuerpo recibe el calor y el abrazo cálido de los rayos dorados. Cuando hago este simple acto, pongo música en mis oídos, cierro los ojos y abro las alas de mi imaginación. Suelo crear un mundo en mi mente que difícilmente puede hacerse realidad: sueño con un mundo multicolor, donde hay una gama de colores tan amplia como colores de piel tienen las personas. No hay diferencias entre unos y otros, todos nos aceptamos y todos somos felices; no existen fronteras entre los países, ni corrupción ni recortes en ningún ámbito. Todo el mundo es honrado y trabaja pensando en el beneficio de los demás, qué utopía ¿verdad?

Hoy es un día especial, tengo una entrevista de trabajo. Miro mi reloj vintage, alzo por última vez mi cabeza al cielo, y me levanto con lentitud, intentando deshacer el mundo creado en mi mente para enfrentarme a la cruda realidad. Con paso lento, pero decidido, tomo el camino que me llevará a esa entrevista que marcará, o no, mi vida. He escogido un vestuario sencillo, pero elegante y femenino. Llevo un pantalón chino azul, una blusa blanca entallada y una chaqueta de lino azul. Los zapatos son planos, sin tacón, pero son femeninos y cómodos, que es lo más importante. Eso que dicen de “antes muerta que sencilla” no va conmigo, soy de las que prefiere ir “sencilla antes que muerta”.
Camino de la entrevista, evoco en mi mente los días de estudiante, aquellos en los que la mayor preocupación era que tu amiga se había ido con otra niña en el recreo o que no habías terminado los deberes de matemáticas. Que grandes dramáticos éramos. Yo desde pequeña, he tenido muchos problemas con los estudios, me ha costado cada aprobado que he tenido y he llorado cada suspenso, pues sentía que fracasaba y que decepcionaba a mis padres, unos padres que se volcaron conmigo desde el día que nací.
Todavía recuerdo a mis maestros y maestras con especial cariño, aquellos que me ofrecieron todos sus conocimientos y me permitieron descubrir un mundo lleno de posibilidades y de opciones, no solo profesionales, sino también personales. Viene a mi mente mi etapa estudiantil más precoz, la infantil. Por aquel entonces, yo parecía un cachorrito asustado ante el cazador; no me gustaba la escuela porque allí estaba sola, nadie se acercaba a jugar conmigo y, aunque mi maestra se desviviera conmigo, yo era una niña y quería estar con otros niños/as. En esa época, fue cuando me enseñaron a respirar.
Sí, lo sé, la respiración es algo innato sin la cual nos marchitaríamos y moriríamos, pero hay ocasiones en las que es necesario recordar o que nos recuerden, que debemos respirar más rápido, más tranquilos o con un ritmo constante para que nuestro organismo tenga oxígeno y siga vivo. Con tan solo cinco años, empezaron mis rabietas, las cuales no eran causadas por otra cosa que por mi incomprensión del mundo. ¿Mi respuesta a este desconcierto social que sentía? Dejar de respirar. Aguantaba el aire dentro de mí y esperaba que alguien me dijera que tenía que hacer. Pero había veces que nadie se daba cuenta de que mi vida se escapaba por la ventana, y me desmayaba. Fue entonces cuando una maestra, mi maestra, me enseño el mundo que me rodeaba. Me llevó a tocar los árboles, a sentir la hierba en mis pies descalzos, a coger la lluvia con mis manos; me enseñó que todos somos diferentes y especiales a nuestra manera, que hay muchos niños/as en el mundo, pero que yo, con mis virtudes y mis defectos, soy única para ella y, sobre todo, para mis padres. Desde aquel día, aprendí a respirar.
Y así, perdida entre mis pensamientos, casi he llegado al lugar de la entrevista. Es un edificio blanco, muy grande, con ventanas creadas en serie y todas cerradas. Mal empezamos. Espero en el semáforo a que se ponga el muñequito en verde. Me siento observada por las personas que me rodean, me miran como si fuera un bicho raro y no se dan cuenta que los raros son ellos. Carecen de personalidad al seguir una moda que no les gusta pero, como fulanito ha dicho que eso es lo que se lleva, se lo ponen. Son sujetos que siguen los mismos patrones, las mismas tradiciones y la misma rutina. Nadie se ha atrevido a salirse del tiesto porque se arriesgan al “qué dirán”, y viven sus vidas a expensas de lo que piense un grupo de seres sin conciencia ni paciencia. Inevitablemente, sonrío con tristeza.
Ya puedo cruzar una calle que se me hace interminable para llegar a mi destino. Miro el reloj cuando alcanzo la enorme puerta de entrada. Llego cinco minutos antes de la hora citada. Cojo todo el aire que puedo y lo expulso despacio, con cariño, como si supiera que en ese aire va parte de mí, de mí ser, de mi personalidad y de todo lo que he aprendido en los últimos años. Entro con decisión fingida en el edificio y miro a mi alrededor: como siempre pasa, eligen edificios imponentes para hacer las entrevistas, supongo que para crear una imagen de superioridad y hacerte sentir inferior en todos los sentidos. Solo faltaba un cartel que amenazara “nosotros somos fuertes y poderosos; tú un débil ser penoso”.
Me acerco a un conserje que está tras un mostrador demasiado grande, como todo lo que allí se encuentra. Le pregunto, muy educadamente, donde debo ir para realizar tal entrevista. Y él, después de reaccionar al verme, me indica un ascensor y la planta a la que debo acudir. Le doy las gracias y camino hacia lo que posiblemente sea, las puertas de un posible empleo.
Cuando llego a la planta indicada y salgo del ascensor, me encuentro en un pasillo enorme, todo de mármol negro y asientos blancos. Para mi sorpresa, esos asientos no están vacíos, sino ocupados por decenas de rostros que enmudecen al verme allí parada. Me vuelvo a sentir observada. Doy los buenos días y busco un lugar en el que refugiarme de los ataques visuales de los que soy víctima. Espero impaciente mi turno, pues estar parada como una maceta no va conmigo y más si tengo depredadores a mí alrededor. Cuando por fin dicen mi nombre, veo como todas las miradas se giran y se hace un silencio estrepitoso a cada paso que doy.
Al entrar en la sala de entrevistas, me encuentro con más de lo que ya había visto: suelos de mármol negro, una mesa demasiado larga para albergar a dos personas, sillones extra confortables para que la decepción sea menos dura… qué poco me está gustando aquello. Tras tomar asiento, mis entrevistadores me miran y repiten mi nombre, buscan mi currículo entre una montaña de desesperadas esperanzas y, después de encontrarlo, lo mirar sin demasiado interés.
-          Su currículo no tiene foto – y me mira con unos ojos que reflejan el asombro que no quiere transmitir su rostro.

-          Lo sé, nunca la pongo. No creo que eso sea un condicionante para que me contraten.

-          Ya…pero…es que…

-          ¿Sí?-  me están empezando a poner nerviosa de verdad.

-          A ver, es que…es que usted tiene Síndrome de Down.
-          Sí, ¿y qué?

Texto: Yolanda Muñoz Calvo.

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