“Ya
está aquí”, pensó. Es impresionante
como un sonido tan simple, como es el tintineo de unas piezas metálicas
chocando, puede provocar tantas sensaciones. Cada día, eso ruido en la puerta
era el indicador de que tenía que dejar de estudiar para almorzar, para tensar
cada músculo de su cuerpo, para fingir que todo está bien y que todo es
perfecto. Perfecto… ¿qué hay perfecto? ¿La vida? ¿El trabajo? ¿Los amigos? ¿Las
personas? Ese término tan difuso era usado con tanta frecuencia, que a veces lo
desconocido y superficial lo transformamos en perfecto por miedo a perder lo
que tenemos.
Ese día, el golpe de la puerta fue más fuerte de lo habitual, más ronco, más duro, más destructivo. Unos pasos se acercaban por el pasillo, pasos decididos y profundos que marcaban día a día las cicatrices en unos corazones muertos. Ella, en su habitación, cerró los ojos y pidió a quien tuviera poder para conceder deseos, que fuese un día de los buenos; su madre desde la cocina pidió ser invisible.
Cuando abrió la puerta de su dormitorio
todo era silencio, calma previa a la tempestad. Se dirigió a la cocina para
ayudar a poner la mesa y con una mirada tímida, le transmitió a su madre todo
el cariño y amor que le tenía. ¿Cómo no iba a quererla si le había dado la
vida? Gracias a ella estaba donde estaba, era quien era y seguía luchando por
la vida, una vida que desde hacía mucho, estaba vacía. Nunca había tenido
amigos íntimos en los que confiar, de esos con los que puedes llevarte horas
hablando de temas tan diversos e importantes que te vacían y llenan el alma al
mismo tiempo. Tampoco había tenido pareja; no confiaba en los hombres, no
confiaba en las mujeres, no se fiaba ni de su propia sombra, pues incluso ésta
la abandonaba cuando venía la oscuridad. Su madre, podría decir, había sido su
única compañera de guerra, y eso acaba uniendo a las personas más que los lazos
de sangre.
Todo el proceso del montaje de la mesa
se produjo en silencio, casi sin respirar por miedo a romper la calma presente.
Sin embargo, el destino es tan juguetón, que aunque nosotros evitemos la
sucesión de acontecimientos, él se encarga de provocar situaciones inevitables.
-
¿Aún no está la
comida? Joder, me llevo toda la mañana trabajando y llegó aquí y ni una cerveza
tengo para relajarme. Qué asco…
A mitad de un pasillo de apenas 2
metros, madre e hija se quedaron paradas en seco al escuchar esas palabras. Hoy
no era un día bueno. Ambas se sentaron en la mesa con los platos de comida
llenos delante de ellas. Le pusieron su ración a él y empezaron a comer. Solo
se escuchaba la dulce voz de la presentadora de las noticias, pregonando
titulares sobre la crisis, la corrupción, enfermedades contagiosas y mortales o
temporales al otro lado del mundo que dejaba desolación a su paso. Todo era
negativo; el mundo se moría y nadie hacia nada para evitarlo, nadie se revelaba
contra el sistema, nadie se manifestaba, todos miraban hacia otro lado y
seguían comiendo de sus platos llenos de preocupaciones. Harta de escuchar la
negatividad mundial, cogió el mando de la tele y se dispuso a cambiar. “¿Se puede saber qué haces? ¿Quién te ha
dado permiso para cambiar de canal, en? ¡¿Quién?!”, dijo él. En ese
momento, empezó el proceso del pánico: temblor, sudor, mutismo…miedo. “Sólo iba a cambiar la tele, no tienes por
qué hablarle así”, la defendió su madre, como siempre. Y fue en ese preciso
momento cuando la tormenta que se había ido formando desde que sonaron las
llaves en la cerradura de la puerta, se desató. Se produjeron una sucesión de
gritos, de insultos, vejaciones, faltas de respeto que podría dejar mudo al más
vulgar de los seres. Llovieron lágrimas, cayeron muebles y se inundó el alma de
dos mujeres que desde hacía demasiados años eran víctimas de demasiadas
tormentas.
Pero después de la tormenta viene la
calma. Una calma que se produjo cuando la puerta volvió a cerrarse tras él. Fue
entonces cuando madre e hija compartieron uno de los momentos más íntimos que
tenían: el llanto desgarrador y desahogado. No sabían el por qué, no sabían
qué, no recordaban el cuándo del inicio de esa situación tan humillante y
envenenada que las iba matando en vida, solo sabían que cada día empeoraba y
ellas lo permitían.
- “Mamá, no podemos
seguir así, esto no es vida. Está acabando con nosotras y no es justo. No hemos
hecho nada para merecernos tanto dolor y ese trato tan, tan…indiferente. Por
favor, busquemos ayuda, las dos; sola no puedo hacer esto”.
- Nena, sí que
hemos hecho algo: existir. Quizás, si dejara de vivir, todo se arreglaría y
sería feliz. Él no es malo, nos quiere, a su manera, pero nos quiere. Es sólo
que…en el trabajo está muy estresado, no sabe si lo van a despedir y lo está
pasando mal. Debemos ser más pacientes y todo se arreglará, ya lo verás.
Y con esas palabras, su madre acabó de
sepultar los restos que quedaban de su corazón. Se quedó sin palabras al oír la
contestación; sólo pudo secarse las lágrimas y decirle que iba a descansar un
rato antes de seguir estudiando. Volvió taciturna a su pequeño santuario, cerró
la puerta y dejo caer su cuerpo sobre la cama. Seguía perpleja ante las
palabras de su madre; “nos quiere, a su
manera”, vaya amor más duro, vaya cariño más doloroso, vaya sentimiento tan
abstracto y borroso. Fue en ese instante cuando decidió que ya no quería más,
no podía más. Ansiaba ser libre, volar lejos y olvidar su pasado y su presente
y construir un futuro sin golpes, sin gritos, sin insultos y sin nadie que le
dijera lo poco que valía. Echa un ovillo en su habitación, eligió dejar de
sentir, dejar de pensar, dejar de luchar y de sobrevivir…eligió dejar de vivir.
Imagen: Rubén Merino Rosado.
Texto: Yolanda Muñoz Clavo.
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