Parte 1: Todas las mañanas de mi vida.
Cuando abrió los ojos no sabía dónde
estaba. La oscuridad envolvía la habitación donde se encontraba, pero no era su
habitación, de eso estaba segura; descansaba sobre una cama dura, fría y llena
sensaciones perdidas. Mantuvo la respiración durante unos segundos para
escuchar la vida que se producía a su alrededor. En ese estado de alerta, sus
sentidos percibían el más mínimo movimiento, sonido, roce o crujir de muebles
que se produjera, provocándole escalofríos y una tensión propia de las películas
de terror. Escondida entre el sepulcral silencio, escuchó una leve respiración,
relajada, rítmica y muy cercana, esa expulsión de dióxido de carbono le
indicaba que no estaba sola en aquel espacio desconocido; en ese momento no
supo que sentir: si tranquilidad por estar acompañada en aquel lugar o miedo
por no saber quién era ese o esa desconocido que dormía profundamente a su
lado. Lo que sí tuvo claro es que no quería averiguarlo; como bien decía su
madre, a la cual consideraba un refranero viviente, “ojos que no ven, corazón que no siente”. Se levantó lo más
despacio que pudo, evitando hacer movimientos bruscos que le impidieran
rectificar la dirección que tomaban sus pasos y se sentó en el abismo de esa
cama desconocida.