“Negativo…otra vez…bueno, es pronto. Sólo es
una semana y tengo mucha presión. En fin, el próximo mes será”. Mientras pronunciaba
esta frase, que ya era una tradición, se miraba al espejo del baño con cara de
resignación pero con la tristeza emanando de sus ojos. Miles eran los
sentimientos que tenía en ese momento: pena, rabia, incomprensión, impotencia…
llevaba tanto tiempo deseándolo, que cada negativo que aparecía era como un
puñetazo en el corazón. Su médico le había dicho que era algo mayor, que quizás
la mejor opción era buscar alternativas o ayudas, que llevaba una vida muy
intensa y eso podía ser un obstáculo para alcanzar su, cada vez más
inalcanzable, sueño. Ella sabía que había algo más, que no era la edad, ni el
estrés ni nada. Sólo que para ella, ese anhelo no estaba escrito en su destino.
Sacudió la cabeza para dejar volar esas ideas, cogió un trozo de papel
higiénico y envolvió el predictor para tirarlo a una papelera que cada vez
estaba más llena de esperanzas perdidas.
Después de una ducha corta, caliente y purificadora, se envolvió en una toalla de las que han perdido la suavidad con cada lavado y salió con cuidado de la bañera. Se secó con parsimonia cada parte de su cuerpo escultural: unas piernas torneadas a base de carreras diarias, unos abdominales marcados por el ejercicio realizados durante años y unos brazos firmes y femeninos que no dejan caer en el abismo ni un trozo de grasa. Mayor, le habían dicho; vida muy estresante, le dijeron. Ella, que desde joven había practicado deporte, que le encanta salir a correr campo a través, que tenía una alimentación saludable y cuidada y que controlaba todo lo que sucedía a su alrededor, tenía una vida estresante. Apenas tenía 39 años y llevaba 4 años intentando quedarse embaraza. Le habían hecho todo tipo de pruebas, le había mandado tratamientos, les habían dicho que todo estaba dentro de los parámetros de la normalidad (normal ¿qué es normal?), pero aun así, no conseguían quedarse embarazados.
Después de una ducha corta, caliente y purificadora, se envolvió en una toalla de las que han perdido la suavidad con cada lavado y salió con cuidado de la bañera. Se secó con parsimonia cada parte de su cuerpo escultural: unas piernas torneadas a base de carreras diarias, unos abdominales marcados por el ejercicio realizados durante años y unos brazos firmes y femeninos que no dejan caer en el abismo ni un trozo de grasa. Mayor, le habían dicho; vida muy estresante, le dijeron. Ella, que desde joven había practicado deporte, que le encanta salir a correr campo a través, que tenía una alimentación saludable y cuidada y que controlaba todo lo que sucedía a su alrededor, tenía una vida estresante. Apenas tenía 39 años y llevaba 4 años intentando quedarse embaraza. Le habían hecho todo tipo de pruebas, le había mandado tratamientos, les habían dicho que todo estaba dentro de los parámetros de la normalidad (normal ¿qué es normal?), pero aun así, no conseguían quedarse embarazados.
Ella ya se
había resignado, no le quedaba otra opción. Pero él no. Él deseaba ese hijo/a
más que nada en este mundo. Su marido había crecido en el seno de una familia
desestructurada, donde su padre era alcohólico, su madre una trabajadora que
llevaba el dinero a casa para que su marido lo malgastara y su hermano que en
cuanto tuvo la oportunidad, se marchó de casa y de sus vidas. No fue feliz hasta que la encontró a ella, a
su alma gemela, la luz que lo iluminaba cada mañana y que lo mantenía a flote
en el mar embravecido que era su vida. Gracias a ella supo lo que era amar de
verdad, sin esperar nada a cambio, sin intereses ni comisiones. Eran como una
sola persona: ella era él y él era ella. Por todo esto, no podía dejarlo sin el
fruto de su amor. Tener un hijo/a se había convertido ya en un reto personal
para él y una frustración para ella.
Tras la
distribución rutinaria de cremas y demás productos que venden como la última
revolución para el cuidado femenino, salió del baño y se dirigió al salón. Su
marido descansaba recostado en el sofá mientras paseaba distraído por los
diferentes canales de una caja que cada vez era más aburrida y vacía de
contenido. Cuando la vio, no necesitó que le dijera nada; la conocía tan bien
que sabía que este mes tampoco sería. Algo en su interior se rompió en mil
pedazos, tanto por su mujer, pues sabía que era un duro golpe al que llevaba
enfrentándose demasiado tiempo, como por la pérdida de algo que nunca había
tenido pero que quería con locura.
Desde ese
mes, cada 30 días repetían la misma rutina: compraban el predictor, orinaba en
el palito, esperaba los 5 minutos necesarios y volvía comprobar, mes tras mes,
que seguía vacía, incompleta, sin esa esperanza que tanto anhelaban. Ya sentía
que cada intento, era una obligación y no un encuentro deseado que suponía la
unión de sus almas, de sus cuerpos y de sus emociones. Hacer el amor era una
cita planeada anotada en el calendario.
Con el paso de las horas, de los días
y de los meses, llegó la revisión anual de sus mecanismos más íntimos, revisión
que cada vez era más violenta y aburrida. “Esta
todo perfecto”, “no hay ningún problema que esté impidiendo la fecundación”,
“sigan intentándolo, que llegará”. Que desesperante. Al entrar en la
consulta del ginecólogo, ocuparon unos asientos que transmitían soledad, miedo,
inseguridad, felicidad, tranquilidad…todos los sentimientos que había dejado
allí abandonados sus dueños. Entre las manos de él, jugueteaba nervioso un
sobre con los resultados de las pruebas que se hacían antes de acudir a la
consulta; otra rutina que se estaba convirtiendo en una carga pesada. Sin
embargo, lo que no sabían es que esta consulta iba a ser diferente; iban a
recibir una noticia que cambiaría 360 grados su vida y todo lo que había en
ella.
-
Hemos
visto en los resultados de la mamografía algo que no nos ha gustado. Es una
pequeña sombra en el pecho izquierdo. Probablemente no sea nada grave, pero es
necesario hacer más pruebas para asegurarnos.
“¿Una sombra? ¿Más
pruebas? ¿Qué sombra, qué pruebas? ¡Pero si yo siempre estoy sana!”. Dejó de escuchar al médico y se
limitó a asentir con la cabeza, no porque estuviera de acuerdo con lo que le
decía, sino porque su cuerpo activo el modo automático y se dejó llevar. Su
corazón sin embargo, se había parado. Sintió que se fue al rincón más oscuro de
su cuerpo y allí, echo un ovillo, se paró. Ya no sentía, ya no latía, ya no
mandaba vida a los órganos. La noticia lo había asesinado.
Tras unas explicaciones demasiado
complicadas para entenderlas en estado de shock, salieron en silencio de la
consulta, sin tocarse, sin mirarse, sin vida. Llegaron al coche, se montaron en
él y al cerrar las puertas, el mundo se hundió. Fue él quien empezó a derramar
océanos de sentimientos acumulados; lloró igual que un recién nacido que sacan
de su maravilloso mundo líquido para vivir en uno tortuoso y sacrificado. “Tranquila cariño, sea lo que sea, saldremos
juntos de esta. Sabes que te quiero, que daría mi vida por ti, que te
acompañare en todo momento. Seguramente no sea nada grave, nada sin
importancia. Incluso puede que sea una mancha del escáner. Vida mía, mi niña…di
algo por favor”. Pero no pudo articular palabra, no sabía cómo mover los
músculos de su cara para accionar sus labios y emitir algún sonido. Sólo pudo
mirarlo a los ojos un segundo y transmitirle con su mirar, que ya no tenía
nada, que ya había perdido todo, que estaba hueca por dentro.
(Continuará...)
Fotografía: Rubén Merino.
Texto: Yolanda Muñoz.
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